Doenitz sigue siendo jefe del estado alemán

14 de diciembre de 1947

Hoy Schirach departió conmigo sobre mi disputa con Dönitz [respecto a si era lícito o no desobedecer a Hitler, ver el enlace con la entrada del 11 de diciembre].  En nuestro mundo insulso un encuentro tan insignificante como ése es objeto de largas deliberaciones. Dönitz tiene de su parte a Neurath y, excepcionalmente, también cuenta con Raeder; Hess es neutral, Funk me secunda esta vez y Schirach vacila. Este último admite que el tercer Reich debió su existencia al poder hipnótico de Hitler y no tanto a la atracción de una idea. Según él, eso fue siempre lo que le asombró en sus colegas, los gauleiters. Aunque éstos fueran unos sátrapas todopoderosos dentro de sus jurisdicciones, se empequeñecían y amilanaban ante Hitler. Recuerda el servilismo con que lo recibían en la capital de sus dominios y cómo aprobaban sin tardanza cualquier capricho de Hitler, aun cuando no le vieran fundamento alguno, ya fuera la escenificación de una ópera, la planificación de un edificio o un problema técnico.

Sorprendentemente, Schirach se va por la tangente y dice que quizás tenga razón Dönitz hasta cierto punto en su polémica conmigo, pues la identificación de Hitler con el Estado fue tan cabal que resultó imposible revolverse contra uno para preservar al otro. Y, creyendo exponer su argumento más convincente, me dice como conclusión:

-Ya lo ves, con la muerte de Hitler no sólo se ha extinguido el Gobierno, sino también el fundamento del Estado ¡La asociación indisoluble entre ambos es evidente!

Yo respondo:

Eso debes decírselo a Dönitz. seguramente como sucesor de Hitler y último jefe del estado del Reich, le agradará mucho oírlo.

Speer, Albert: Diario de Spandau. (Spandauer Tagebücher, 1975) Traducción de Manuel Vázquez y Ángel Sabrido. Mundo Actual de Ediciones, Barcelona 1976. pg. 90-91. (Reedición en la colección de kiosco “memorias de guerra”, de la Editorial Altaya, Madrid 2008).

1945. La prensa española y la segunda guerra mundial

Al comenzar la SGM la situación era radicalmente distinta al de otro periodo histórico. España nunca ha sufrido una dictadura tan absoluta en materia de prensa, publicaciones y costumbres desde las épocas de Fernando VII. Aunque el régimen polaco era muy semejante al español (una dictadura militar muy católica, fervientemente anticomunista) la lealtad hacia Alemania y la antipatía por Francia dominaban el común de la España Vencedora, pese a que algunas de sus élites tenían muy en mente la decisiva ayuda inglesa en el triunfo de la «Cruzada» (Vidal Guardiola, Sainz Rodríguez[1]; se puede añadir al duque de Alba[2], pronto a Beigbeder[3]). El rápido triunfo sobre Polonia y la entrada de Italia en guerra cambia rápidamente los titubeos franquistas, y como ha revelado recientemente Ros Agudo en «La guerra secreta de Franco«[4] por lo menos desde el 31 de octubre se planifica una entrada en guerra junto con sus «aliados naturales», con un vasto (e imposible) programa de rearme[5] y proyectos para atacar a Francia en Marruecos y emprender una guerra ofensiva en el mediterráneo, manteniendo Canarias y los Pirineos bien defendidos mientras se cierra el estrecho y se asedia Gibraltar.El panorama de la edición de libros y de periódicos de entonces tampoco tiene ya mucho que ver con el de 1914-18, cuando las embajadas extranjeras (y sobre todo la alemana) repartían con generosidad «subvenciones» a periódicos y periodistas afines. La censura previa controla hasta la última coma de lo que se publica, la penuria de papel, que se administra por cupos directamente por el gobierno, premia o condena a toda publicación «disidente», y en cada provincia la Falange, las diputaciones, gobiernos civiles, etc.,  poseen al menos un periódico[6]. Además, están los que son propiedad de la Iglesia, o que se someten voluntariamente a su censura, además de la civil. En todos los periódicos, incluidos los de la Iglesia, la designación de los directores la hace el ministerio de la Gobernación (interior). Aunque los vencedores no forman una unidad tan homogénea como quieren mostrar, realmente hay que atender a señales muy tenues para distinguir entre un periódico privado monárquico, otro entusiastamente falangista, o uno católico. Además del control de la censura gubernamental (obligatoria) y la eclesiástica (voluntaria) y del control que imponen los directores, están las «consignas», que marcan por anticipado qué temas son importantes, cuales no, y los que están prohibidos. Eso no significa que no haya personalidades leales al régimen como las anteriormente citadas (incluyendo el primer ministro de exteriores, Beigbeder, o el embajador en Londres, duque de Alba) que se permitan ser aliadófilos, pero su número cae en picado tras el armisticio francés. Hasta bien entrado 1942 será difícil encontrar por lo menos cierta apariencia de neutralidad entre la prensa española (por ejemplo, el elitista semanario de economía y política internacional Mundo) e incluso en 1945 resulta difícil encontrar artículos de opinión abiertamente aliadófilos aun en la prensa católica[7], y eso que Pío XII ha denunciado ya abiertamente al nazismo[8].

En un país en el que la tirada y calidad técnica de la prensa (siempre debidos a cortes eléctricos, según se ven obligados a disculparse… pese a recibir airadas protestas por parte de las compañías suministradoras[9]) están bajo mínimos destaca la impecable factura de Signal[10] o Der Adler, en perfecto castellano y con fotos a color. Y es que el rey en la sombra de la prensa española de entonces es Josef Hans Lazar[11], y que reparte con generosidad fondos entre publicaciones, directores y periodistas afines, al margen de la publicación de todo tipo de folletos y hojas sueltas, distribuidas incluso por los párrocos entre sus feligreses[12]. Sigue leyendo