Skorzeny ha mentido; a Mussolini lo he liberado yo

Lo que sigue es transcripción de La seconda guerra mondiale, de Arrigo Petacco, que ya hemos citado varias veces y cuya ficha bibliográfica figura al final de la entrada. Los comentarios aclaratorios entre corchetes […] son de este blog.

«Aunque todos los historiadores están  ya de acuerdo en atribuir a Otto Skorzeny la empresa del Gran Sasso, en realidad las cosas marcharon de manera un tanto diferente. Nos encontramos en disposición de ofrecer por primera vez el testimonio del hombre que organizó y dirigió la acción que llevó a la liberación del Duce, es decir, el coronel de paracaidistas Harald Mors. Este oficial escribió el siguiente informe poco después de acabar la guerra y lo entregó a los servicios secretos americanos. Como sabemos, este documento no logró deshacer una leyenda que ya estaba enraizada en la fantasía popular.

La veracidad de este informe ha sido controlada mediante entrevistas a testigos oculares que todavía viven, y las publicamos aparte. Pero he aquí el informe de Harald Mors:

«Me parece que ha llegado el momento de restablecer toda la verdad sobre la jornada del 12 de septiembre de 1943 —la de la liberación de Benito Mussolini—, que tuvo una gran influencia sobre la política y sobre las decisiones militares de los países que se encontraban entonces en conflicto armado.

Creo estar autorizado a hacerlo con competencia e imparcialidad, ya que tenía el mando de todas las tropas de paracaidistas y de las unidades aerotransportadas que tomaron parte en aquel golpe de mano. He de precisar que fui yo mismo quien proyectó la empresa del Gran Sasso basado en las informaciones suministradas por nuestros servicios de espionaje. Al hacer esto no tengo otro objetivo que servir a la Historia y hacer justicia a los que se encontraron implicados en aquella acción. [Mors pensaba que, por lo menos en eso, Skorzeny tenía algún mérito. Se equivocaba].  Mi papel fue decidido el 11 de septiembre de 1943. Había acampado con mi batallon en las laderas de los montes Albanos, en un extenso bosquecillo de olivos, cerca del Colegio de Nobles de Mondragone. Este internado jesuita, instalado en un monasterio y reservado a miembros de la nobleza romana, se encuentra muy cercano a Frascati, a una veintena de kilómetros de Roma. Hospedaba entonces al Cuartel General del feldmariscal Albert Kesselring, comandante en jefe del sector Sur de Italia, y el del general Student, jefe de la 2.º División de paracaidistas alemanes. El batallón a mis órdenes dependía directamente del general Student.

Aquel día, exactamente el 11 de septiembre, las compañías estaban ocupadas en su reorganización, mientras que en el Estado Mayor del batallón se redactaban los informes sobre la jornada anterior. Inesperadamente el teléfono sonó en mi tienda. Eran cerca de las tres de la tarde. Me llamaba urgentemente el general Student.

Salté inmediatamente a mi coche v llegué al Cuartel General de las tropas paracaidistas, situado a poca distancia.

Student, del que había sido directo colaborador durante tres años (en su Estado Mayor había colaborado también a la acción contra Creta) me comunicó lacónicamente que yo tenía el encargo de liberar a Mussolini, la mañana siguiente a las siete, de su prisión del Gran Sasso.

No oculté mi sorpresa, habiendo ignorado hasta ese momento las intenciones respecto a Mussolini, a mi batallón v a mí mismo. Sobre todo, con el poco tiempo de que disponía me parecía imposible una preparación razonable. Por otra parte, no sabia casi nada sobre la posición del enemigo, sus condiciones y el armamento a disposición de la guardia italiana, o sobre la configuración misma del terreno. Student me había puesto al corriente sólo de lo estrictamente necesario.

En resumen, el general me proponía bajar en paracaídas con dos compañías en el valle de Assergui, al pie del Gran Sasso, y de tomar por asalto a media altura del macizo montañoso el hotel en el que el Duce debía de encontrarse prisionero. Sin embargo, me dejaba carta blanca respecto a un diferente plan de acción que, no obstante, debería someterle. Le pedí una hora para examinar la situación, estudiar el material del que podíamos disponer v comunicarle mis decisiones. Después me dirigí en seguida al oficial de Estado Mayor encargado de temas de información sobre las tropas enemigas. No tardé en darme cuenta de que los planos que poseíamos eran pésimos. Además, las fotografías de la zona, tomadas por la mañana, todavía no habían sido reveladas [estas fotos sí que parece fueron realizadas por Skorzeny y sus hombres]. En cuanto a otros datos, parecían del todo inconsistentes. No teníamos ni siquiera la certeza absoluta de que Mussolini estuviera efectivamente encerrado en el Gran Sasso. Esto no era nada estimulante para un jefe que tiene la entera responsabilidad de sus soldados. No oculté mi estado de ánimo al oficial del servicio informativo. Pero él me respondió que la preparación del «raid’ era obra del capitán de las SS, Otto Skorzeny [este oficial se equivocaba. Como Student dice en otra entrevista, el plan inicial era del propio Student].

Por primera vez oí hablar más claramente de este extraño personaje, importantísimo y de escasa comunicabilidad, el cual se encontraba desde hacia poco tiempo en el Cuartel General. Al principio sólo se sabía de él que estaba encargado de una ‘misión especial’. Este agente de Heinrich Himmler, especialista en asuntos de espionaje, había sido en realidad agregado a nuestros paracaidistas con un commando de treinta SS. Cuando el Führer habita ordenado a Student liberar a Mussolini, el general había pedido un experto que pudiese desarrollar la necesaria labor informativa. Esta es la razón por la que Skorzeny había dejado el Cuartel General de Hitler para venir a Italia. [Mors creía que Skorzeny pertenecía al séquito personal de Hitler y que era un experto en información. Como se puede ver en sus memorias, Skorzeny no era ninguna de esas dos cosas]. Precisamente el debía descubrir el lugar donde estaba prisionero el Duce. Indiscutiblemente, su misión era todo menos fácil. Requería gran espíritu de iniciativa y mucho valor personal, cualidades que yo reconozco sin dudar a Skorzeny. Después de algunos fracasos iniciales, soportados por él sin desanimarse, este hombre había logrado finalmente descubrir un secreto celosamente custodiado por los italianos, y había garantizado a Student el hecho de que Mussolini se encontraba realmente en el Gran Sasso. [Mors, creyendo ser justo, se equivoca. A Mussolini lo encontró el jefe de la SD en Italia, el también SS Klapper, que conocía perfectamente el país y que contaba con una amplia red de contactos entre fascistas y militares italianos].

Los agentes de Skorzeny habían descubierto, entre otras cosas, algunas barreras impuestas a la circulación de los vehículos en la zona del teleférico que llevaba al hotel Campo Imperatore, en el Gran Sasso, lo que permitía suponer que Mussolini estuviese detenido precisamente allí:

Sería injusto negar a Skorzeny el mérito de haber desarrollado perfectamente su labor de espionaje y de haber recogido informaciones indispensables para llevar a su término la acción proyectada. Pero a esto se limita su contribución a todo el asunto. [En realidad, Skorzeny había fracasado repetidamente en encontrar a Mussolini. Fue Kappler siempre el único que estuvo sobre la pista. Pero Mors no sabía nada de esto.] Desde el momento en que yo entré al despacho del general Student, la ejecución del plan fue confiada a un soldado —a mi— y por tanto se convirtió en una misión puramente militar. El servicio informativo de las SS habita agotado su misión. El desarrollo de la operación correspondía únicamente a la Wehrmacht.

El hotel Campo Imperatore se alza a media altura del imponente macizo montañoso circundado de rocas, cuya pendiente no podíamos conocer a causa del insuficiente relieve fotográfico conseguido en los últimos momentos. Hacia el valle, el terreno descendía a plomo. Hacia el monte, se prolongaba en una serie de rocas abruptas. El hotel estaba comunicado por un funicular que llegaba al valle de Assergi, con un desnivel de cerca de mil metros. El valle mismo se presentaba como una estrecha hendidura, donde, en muchos puntos, no había más sitio que para un arroyuelo y la carretera. Después se ampliaba en redondo en torno al Gran Sasso.

Allí era donde el general Student creía que yo podría aterrizar con mis paracaidistas. El acceso al valle, v por consiguiente al Gran Sasso, no .era posible por tierra, sino a través de la carretera del Aquila. L.os montes rocosos del Abruzzo cortaban el camino por todas partes. En línea recta el objetivo se encontraba a 180 kilómetros de la base aérea de Pratica di Mare — sobre la costa sur de Roma— a cerca de 240 kilómetros del campamento de nuestro batallón de Frascati. No es superfluo recordar brevemente cual era la situación política de Italia entonces. Ya desde hacia tres días las tropas alemanas se encontraban prácticamente en territorio enemigo. Desde el punto de vista militar, el frente alemán meridional no había sido descompuesto, pero el territorio italiano se había transformado de golpe en un «enemigo no ocupado». Roma y alrededores inmediatos eran la excepción, y las tropas del general Student se encontraban en una especie de islote en medio de la tempestad.

Estas consideraciones no dejaron de influir sobre mis decisiones, que fueron negativas respecto a un eventual descenso en paracaídas en el valle de Assergi. Las razones de mi oposición fueron éstas:

  1. El descenso de los paracaidistas habría tenido lugar a los ojos de los centinelas del Gran Sasso, y había reducido a cero el indispensable elemento de sorpresa. Por otra parte, la conformación del terreno v los vientos impetuosos hacían imposible descender en paracaídas en parajes próximos al hotel sin poner en serio peligro la vida de los hombres o el buen éxito de la empresa.
  2. El aterrizaje de los elementos paracaidistas sería observado desde Aquila, situada a pocos kilómetros de distancia, donde debía de encontrarse una división enemiga [es decir, italiana] dispuesta a intervenir bastante rápidamente.
  3. La subida hasta el hotel, al descubierto y bajo la amenaza del fuego de la guarnición, presentaba enormes riesgos a causa del pesado equipo de nuestros hombres. habría peligro de sufrir pérdidas elevadas.
  4. Durante la larga ascensión — varias horas por lo menos— los guardias habrían tenido tiempo suficiente para matar a su prisionero o llevárselo a otro sitio, a través de los pasos montañosos.
  5. El terreno era (al que hacía imposible la búsqueda aérea de las tropas lanzadas en paracaídas. Y éstas no podían ser alcanzadas por tierra. Por eso me encontraba obligado a preparar una operación combinada entre el elemento aéreo y el transporte por carretera.

Mientras ultimaba mis planes, no perdía de vista el hecho de que el empleo de tropas paracaidistas debía ser protegido por la más absoluta sorpresa. Con tal convicción, presenté al general Student este plan:

  1. La mejor comparativa de que disponía, la que estaba a las órdenes del teniente barón Von Berlepsch, un jefe experto, será transportada en planeadores que aterrizarán directamente ante el hotel Campo Imperatore. La orden es de liberar en seguida a Mussolini y protegerlo hasta la llegada de refuerzos. Al mismo tiempo, será oportuno ocupar la estación del funicular utilizándola luego para enlaces con los refuerzos mismos.
  2. El grueso del batallón —dos compañías de paracaidistas motorizados, una compañía de paracaidistas anti-carro, motorizados también, y una parte de la compañía pesada— llegará bajo mi dirección al valle de Assergi y  ocupará la estación inferior del funicular. Si la situación lo exige, esta fuerza podría liberar, con un asalto a la montaña, a la compañía de Berlepsch.
  3. Terminada la misión, el batallón reunido se abrirá paso para regresar a Roma. Justificaba así mi plan:

a) El transporte con planeadores ante el mismo hotel favorece al máximo el elemento de sorpresa.

b) Este plan parece tan inverosímil que ciertamente no lo sospecha el adversario.

c) Una inmediata liberación de Mussolini impediría toda tentativa  enemiga de matarlo.

d) Para enfrentarse a cualquier eventualidad —como el ataque por parte de la división situada en Aquila— tengo necesidad de mi batallón al completo. La única verdadera incógnita consiste  en el trayecto de 200 kilómetros cruzando territorio enemigo en plena agitación. Allí no podré contar con el apoyo de ninguna unidad alemana. Pero la fuerza de mis armas, la desmoralización de los italianos y la alta moral de mis hombres me autorizan a correr este riesgo con el máximo de probabilidades en mi favor. No veo ninguna otra solución  mejor.

Estas propuestas encontraron la plena aprobación  del general en jefe. Este me dejó totalmente libre de actuar como sugería, aunque hubiese propuesto método diverso en el primer momento.

Hacemos nuestros cálculos de modo detallado y concluimos que la ejecución del golpe de mano es absolutamente imposible para la mañana siguiente a las siete. Habría querido retrasarla todavía veinticuatro horas, pero Student se opuso. No sin motivo, temía que Mussolini fuera mientras tanto trasladado a otro sitio, eludiéndonos definitivamente. Como los planeadores no estarían disponibles hasta el día siguiente a mediodía, el general fijó como ‘hora H’ las 14 del 12 de septiembre.

Tenía intención de llevar al Duce a Roma, en uno de mis dos coches blindados, bajo la protección de todo mi batallón. Pero Student tomó una decisión más  prudente y audaz. Su piloto personal, el capitán Gerlach, aterrizaría sobre la pendiente rocosa con su ‘Fieseler Storch’ y conduciría a Mussolini a Roma en avión. Si tal operación hubiera resultado imposible, Gerlach hubiera podido posarse en el valle y allí hubiera tomado a bordo a su pasajero. Un segundo aparato lo escoltaría, pronto a solventar cualquier eventualidad. Mi conversación con Student se desarrolló en el máximo secreto. El general no me ocultó que Hitler estaba decidido a liberar al dictador italiano a cualquier precio. Un fracaso habría herido duramente el prestigio de los paracaidistas, en los que el Führer tenía plena confianza. Por eso recibí la orden irrevocable de llevar a Roma, vivo o muerto, al prisionero del Gran Sasso. Ante Student, yo tenía toda la responsabilidad de la empresa, aunque Hitler le hubiera transmitido sus órdenes directamente a él. En este momento, debo insistir en el hecho de que nunca se había hablado de una participación de Skorzeny en nuestra expedición. Skorzeny no había asistido siquiera a mi reunión con el general Student. Hasta que yo no hube vuelto a mi batallón no se presentó Skorzeny a Student para pedirle que le dejara partir con nosotros. Su misión ya estaba terminada, pero es fácil comprender que este apasionado de la aventura desease constatar en persona si el hombre que había buscado durante largas semanas estaba realmente en la montaña.

Student no tenía ningún motivo para rehusar autorizarle. Así que me telefoneó para informarme que Skorzeny sería de los nuestros en calidad de ‘invitado’ y ocuparía un lugar en uno de los planeadores. El general precisó: ‘En virtud de su grado en las SS [capitán], no podemos poner a Skorzeny a las órdenes del teniente Von Berlepsch. El participa en la acción sin ningún derecho de mando, y es a usted al que esta directamente subordinado, como si dijéramos en calidad de consejero político’. Cuando Skorzeny se me presentó, yo no tenía motivo para desconfiar de un hombre al que conocía sólo superficialmente. Por tanto, le dirigí a Von Berlepsch. Consentí también que llevase consigo dieciséis de sus hombres, que tanto habían contribuido a recuperar las huellas del desaparecido Duce. Fue sólo de este modo como algunos SS participaron en el golpe de mano. Así, a excepción del mismo Skorzeny, aquellos SS puestos a las órdenes de Von Berlepsch y agregados a su compañía fueron los hombres sobre los que las SS debían construir, dos días después, la leyenda según la cual ellos habían liberado a Mussolini. Hasta el lector menos avisado en estas materias comprenderá que una acción tan compleja, basada sobre fuerzas aéreas y terrestres, relativa a un objetivo situado en un terreno particularmente desfavorable, y que debía desarrollarse con absoluta sincronización, sólo podía ser preparada y realizada por militares expertos. Pero Skorzeny no tenía ninguna experiencia militar e ignoraba todo sobre la táctica de las tropas paracaidistas y aerotransportadas. No tenía, pues, ninguna de las nociones técnicas necesarias para organizar una empresa de aquel alcance.

Sería absurdo creer la versión según la cual él había montado toda la operación. Por lo demás, el general Student se había guardado muy bien de confiar quinientos de sus mejores hombres a este desconocido.

[continuará]

Crónica militar y política de la II guerra mundial (La seconda guerra mondiale, de Arrigo Petacco, Armando Curcio Editore, 1966, Traducción de Antonio Semino y otros) Editorial Sarpe, Madrid 1978 pg. 1198.

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