el informe de Mors II. El desarrollo del rescate de Mussolini

(continúa esta entrada anterior)

A las 23,30 del 11 de septiembre, transmitidas las últimas órdenes, me presenté al general para recibir sucesivas instrucciones. Durante esta reunión de casi tres cuartos de hora, de tú a tú, Student me confirmó de nuevo mi absoluta libertad de acción, la completa subordinación de Skorzeny a mis órdenes y la de los hombres de las SS al teniente Von Berlepsch. En aquella ocasión fue cuando el general me informó que Skorzeny acompañaría al Duce al Gran Cuartel General de Adolf Hitler. Esto me pareció muy comprensible, pues el capitán de las SS debiera volver a Alemania. Además, Mussolini no podía volar de modo alguno sin ir acompañado. Igualmente, tal solución evitaba destacar un oficial de nuestra fuerza para esa misión.

Fueron, pues, nuestra ignorancia y nuestra credulidad las que, unidas a consideraciones puramente prácticas, dieron a Skorzeny la oportunidad de anunciar veinticuatro horas más tarde por la radio: ‘¡He liberado a Mussolini!’.

Student me había parecido optimista. Estaba convencido, al contrario que yo, que no se dispararía ni un tiro. Los acontecimientos no tardarían en darle la razón. Nos pusimos en marcha hacia las dos de la mañana. Con los faros apagados corríamos veloces bajo un cielo magníficamente estrellado. Pero bien pronto la niebla nos obligó a disminuir la marcha. El trayecto total era de más de 300 kilómetros, a causa de una desviación que tuve que decidir para no pasar por Tívoli, donde se habían señalado desórdenes.

Devorábamos la carretera, no obstante el aumento del calor a medida que el sol subía en el horizonte, a pesar de las curvas que se multiplicaban v la necesidad de escalar muchas colinas. De nuestra velocidad dependía el éxito de la incursión.

Al dejar la carretera de Pescara hacia el mediodía —antes de enfilar la de Aquila— cortamos los cables telefónicos, para impedir toda alarma.

Mi reloj indicaba ya las 13,45. Me adelanté un poco a las columnas y tuve  el objetivo al alcance de los prismáticos.  Allí estaba el hotel, plantado a media altura en la masa rocosa. Había paz en todo su entorno. Un gran silencio lleno de misterio.

Los primeros automóviles me alcanzan; la larga columna de vehículos se reagrupa. El momento es decisivo. A pocos centenares de metros a la derecha, el sendero del valle se bifurca conduciendo al funicular, hacia el cual se precipita la vanguardia de los motoristas, para tomar por sorpresa e intacta la estación, y eliminar los eventuales obstáculos.

Son las 14 horas. llevamos un retraso de diez minutos. Los planeadoresno han aparecido todavía. El horizonte está vacío. ¿ Qué sucede?

De pronto un observador extiende el brazo en dirección oeste: ‘¡Allí están!’. A 3.000 metros en el cielo, algunos puntitos negros medio ocultos por las nubes se dirigen hacia nosotros… La primera fase del asalto se desarrolla sin la menor dificultad. Una barricada hallada por nuestra vanguardia es superada después de un breve encuentro. Los planeadores han pasado en buen orden sobre nuestras cabezas y han desaparecido detrás de la cima del Gran Sasso. Bruscamente, algunos aparatos silenciosos surgen de las gargantas, y como grandes aves rapaces caen sobre el hotel.

Detrás de mí suena una bocina. Ha llegado el coche-radio. El oficial operador me pasa un mensaje: Misión cumplida»  Son las 14,17. Permanezco escéptico un instante, tocado por la rapidez de los acontecimientos. No puedo creer que la guardia italiana no haya puesto ninguna resistencia, y haya entregado al prisionero sin defenderlo. Me asalta una duda terrible. Pregunto inmediatamente: ‘¿Vivo o muerto?’. Vivo, es la pronta respuesta. No hay ya por qué angustiarse. El golpe se ha logrado.

Suena un teléfono en el vestíbulo del funicular. También la estación del monte está en manos alemanas. Hablo con Von Berlepsch. El diálogo es de un laconismo muy militar:

-¿Mucha resistencia? – le pregunto.

– Ninguna.

– ¿Pérdidas?

– Ninguna.

– ¿El Duce?

– Está haciendo la maleta, mi comandante.

Veinte minutos después la cabina del funicular me deposita en la plataforma rocosa junto con una veintena de hombres. Un paracaidista alemán monta la guardia en la estación de llegada. El hotel está delante de nosotros, azotado por un fuerte viento que nos hace estremecer después del calor tórrido del valle.

Berlepsch me espera, y con paso tranquilo, como si nada hubiera sucedido, me acompaña hasta el gran edificio. El capitán Gerlach aterriza con su ‘Fieseler Storch’ en un claro que ha sido dispuesto con prisas.

La guardia italiana entrega las armas con lentitud e indiferencia. Muchos de los hombres que la componen arrojan alegremente sus fusiles al abismo. Tienen aire contento y bromean con los soldados alemanes. Los planeadores están esparcidos por todo el entorno del hotel. Los pilotos han hecho verdaderamente una labor de alta precisión. Un solo planeador se encuentra a 300 metros, también sobre las rocas, después de un aterrizaje precipitado que lo ha dañado un poco. Dos o tres pasajeros resultaron contusos [Es el planeador que tuvo que evitar el chocar con el «picado» de Skorzeny]. Se trata, sobre todo, de luxaciones. los daños más graves son una clavícula y una pierna rota y una herida en la frente. El médico no tendrá mucho que hacer.

Berlepsch me cuenta la forma de ataque. Llegados sobre el objetivo, los aviadores distinguían perfectamente  el hotel, así cobro la columna en marcha por el valle, señalada por la nube de polvo que levantaba. El jefe de escuadrilla empleó una astucia de guerra que llegó  más allá de toda esperanza, Voló primero en formación tranquila sobre el objetivo, permitiendo así a cada piloto tomar disposiciones para el aterrizaje. Después los aparatos desaparecieron tras la puerta del Gran Sasso. Totalmente ignorantes de lo que les esperaba, los centinelas habían seguido con interés aquel espectáculo imprevisto. Luego volvieron tranquilos a su dolce far niente. Cuando los aparatos llegaron inesperadamente de todas partes, era demasiado tarde para intentar cualquier resistencia. Antes de que disparara un solo tiro, noventa hombres se lanzaron impetuosamente hacia el hotel. Atraído  por las voces y el choque de los planeadores contra el terreno, Mussolini apareció en la ventana indicando así a sus  liberadores la parte  del hotel donde estaba encerrado.

Los soldados saltaron a la entrada más próxima y subieron hasta el piso a ‘la carrera. Un corredor oscuro, una puerta,  dos centinelas apartados en un abrir y cerrar de ojos. ¡Mussolini estaba, por fin, libre !

Hasta la noche  no tuve detalles sobre la actitud tomada por Otto Skorzeny. Berlepseh me contó el modo autoritario y  arrogante con que el oficial de las SS había  actuado en el curso de la acción. Student había prohibido formalmente a los planeadores descendieron en picado sobre el objetivo, y había ordenado un aterrizaje en vuelo planeado. Tales instrucciones habían sido respetadas por todos, pero Skorzeny había sabido persuadir a su piloto para que descendiera en picado. El orden de vuelo había sido perturbado y así había ocurrido que uno de los planeadores había tenido que efectuar un aterrizaje forzoso, causando el incidente de que se ha hablado antes.

No sólo tal incidente, sino también el hecho de que Skorzeny hubiera inmediatamente titulado su informe ‘Mi aventura con Mussolini’, revela el carácter de este personaje. Para un hombre así el título es significativo. Para los jefes responsables, para Berlepsch como para mí, el asunto no era una aventura sino una acción militar de las más serias. No tratábamos de hacer un acto de propaganda, sino salvaguardar al máximo la vida de nuestros hombres.

Con un pesado abrigo sobre un traje azul oscuro, con el sombrero calado hasta los ojos, Mussolini, el ‘gran hombre’, apareció ante mí. Yo estaba emocionado. He aquí, por fin, al Duce. Lo había conocido ya en 1937. Entonces tenía una fuerte personalidad, era un jefe gallardo e imponente. Hoy vi a un hombre enfermo, cansado, irreconocible. con las mejillas hundidas y mal afeitadas, trastornado por los acontecimientos de los últimos meses, indeciso ante los soldados alemanes que le aclamaban y de los que sólo sabe que querían liberarlo.

Me acerco y me presento a él como jefe responsable de las tropas implicadas en la acción. Le anuncio que le conduciremos inmediatamente a Hitler, al G. C. G. Me extiende la mano, me da las gracias en alemán con pocas palabras, tranquilas y amables. Añade: ‘Sabía que el Führer no me abandonaría’.

Su mirada es más expresiva que las palabras. Se lee allí la desilusión y la amargura al pensar que su pueblo se ha apartado de él y que vienen a protegerlo soldados alemanes. Siento una inesperada y profunda piedad por este hombre infortunado, y en el espacio de un segundo me viene una duda: ¿es una buena acción devolverlo al mundo? Cuando le pido que salga del hotel para una fotografía, no me sorprende nada su respuesta: ‘Hagan conmigo lo que quieran’.

Me parece entender perfectamente que con esta liberación no se le ha devuelto la libertad. Ni siquiera la posibilidad de decidir. Mientras avanza con sonrisa cansarla, me pide hacerle un favor. Estoy contento de poder hacer cualquier cosa  por él.

—Le ruego —me dice— que ponga en libertad a la guardia. Han sido buenos conmigo.

Se lo prometo y me lo agradece con aire ausente.

Después que Skorzeny y el Duce han ocupado sus puestos en la estrecha cabina del aparato que debe conducirles a Roma, vivimos todavía un breve momento de angustia. El capitán Gerlach duda en despegar con el aparato sobrecargado, y sólo a desgana obedece la orden de tomar consigo a Skorzeny. El despegue es una obra maestra sin par. A pesar de nuestra experiencia de aviadores, nos hemos quedado sin aliento al ver al pesado aparato vacilar en la extremidad de la pista y desaparecer de golpe en el abismo, aspirado por las corrientes, sin velocidad suficiente para sostenerse. Pero al cabo de unos segundos vuelve a .subir, describiendo un amplio semicírculo. Sobrevuela a los espectadores, que le hacen gestos de saludo, v se dirige a la capital italiana.

Mi emisora radiotelegráfica puede ya anunciar al Gran Cuartel General: ‘Orden cumplida, Duce llega en avión’. En las veinticuatro horas que habían precedido este audaz salvamento, me había dedicado enteramente a cuestiones militares y técnicas, y no me había quedado un momento para pensar en el alcance del hecho histórico que íbamos a realizar. Pero ahora me encontraba ante un éxito internacional desde el punto de vista político y militar, en el que había tenido una parte importante,

Está clarísimo que, como alemán, estaba feliz de habérsela jugado a los aliados, aunque no me hacía demasiadas ilusiones sobre la utilidad que la vuelta de Mussolini como jefe de Estado tendría para la victoria final. Me alegraba, sobre todo, que no hubiésemos tenido pérdidas de vidas humanas.

Será, pues, difícil comprender cómo me escandalicé cuando al día siguiente escuché a Skorzeny declarar por la radio, en un relato completamente falso, que un tercio de los efectivos utilizados habían perdido la vida en el Gran Sasso, estrellándose contra las rocas. El se presentaba cínicamente como héroe, se explanaba sobre la pretendida gesta y presentaba la liberación del Duce como un triunfo de las SS, citando sólo de pasada el papel jugado por los paracaidistas. Goebbels orquestaba toda la propaganda de ese modo. Naturalmente, algunos artículos trataron de explicar los hechos como eran, y el noticiario cinematográfico permitió reconstruir la realidad. Pero la población estaba obligada a callar; tanto era el temor a los campos de concentración [aquí Mors se «columpia» un poco, mezclando churras con merinas, pero bueno]. Por su parte, oficiales v soldados reclamaban una enérgica rectificación. Aviadores v paracaidistas susurraban en voz baja la verdad. l.as SS respondían con espectaculares campañas  de propaganda. En cuanto al general Student, impasible, guardaba sus opiniones para sí, cumplía su deber de soldado, y callaba.

Pero yo volé a Berlín y presenté una reclamación en el Cuartel General de la Aviación, pidiendo una rectificación al comunicado sobre las pretendidas pérdidas de hombres. Tres días días después recibí una respuesta directamente del G. C. G. de Adolf Hitler: El Führer ha redactado personalmente texto de esos comunicados. para probar al mundo que estaba dispuesto a sacrificar la preciosa sangre alemana por su amigo Mussolini

Así que las SS triunfaron. Ninguna oposición era va posible. Lo que Hitler había dicho no podía ser discutido, de lo contrarío venían la degradación y el batallón disciplinario. Había,  pues, que callar.

Más tarde, antes de dejar el batallón para otro destino, prometí a mis soldados que haría saber la verdad apenas  me fuese posible. Hoy cumplo a letra aquella promesa».

Crónica militar y política de la II guerra mundial (La seconda guerra mondiale, de Arrigo Petacco, Armando Curcio Editore, 1966, Traducción de Antonio Semino y otros) Editorial Sarpe, Madrid 1978 pg. 1198 y ss.

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2 pensamientos en “el informe de Mors II. El desarrollo del rescate de Mussolini

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